El telefilm de la sobremesa del fin de semana
Dedicado a S.C.
LA MUSA
Las dudas asaltaron la mente del hombre y una noche quiso comprobar si su amiga dormía o era alguna especie de ser sobrehumano que no descansaba. Se tumbó sobre la alfombra que le servía de yacija y permaneció despierto para ver si ella venía a la cama o dormía en otro rincón. No oyó ningún ruido. Permaneció a la espera. Miraba al techo inquieto y, como la impaciencia lo devoraba, se incorporó del lecho. Sus ojos recorrieron la estancia y no la encontraban. Finalmente los dirigió hacia la cama y allí estaba ella observándole con cara divertida. Sus ojos azules brillaban en la oscuridad y le transmitieron tal paz que esa fue la noche que mejor descansó en toda su vida.
Él era muy feliz en esta nueva vida. Habían cambiado sus hábitos pero no le importaba hacer las tareas y preparar los nuevos proyectos pensando en otra persona, pensando en ella. No hablaban pero eso no significaba que no hubiese comunicación: una mirada, una sonrisa, el contacto de las manos eran suficientes para saber lo que el otro pensaba y lo que debía ser hecho.
Las noches cambiaron un frío día de finales de enero. Afuera estaba nevando pero dentro la temperatura era cálida y acogedora. Cada uno en su lecho estaba incorporado mirando al otro. Hasta ese día siempre era él quien cedía y se acostaba antes que ella no obstante esa noche fue ella quien se tumbó primero y abrió las sábanas invitándole a compartir el sueño con ella. Él se levantó despacio y se acercó a la cama lentamente. Se quedó quieto de pie frente a la cama y comenzó a observarla. Ella estaba tumbada de lado dándole la espalda y ésta era visible por la abertura de las sábanas. La luz de la vela en la mesilla convertían su pelo rubio en oro pálido y la blancura de su espalda invitaba a que fuese acariciada. Tragó saliva y se metió en la cama. La rodeó pausadamente con sus poderosos brazos y ella suspiró. El contacto de su piel era cálido y el sonido de su respiración sosegaba la mente. Los nervios se diluían, se sentía seguro. Era como si lo hubiese hecho toda la vida. Como si ella siempre hubiese estado allí.
El siguiente mes fue tan perfecto que creyó que aquella felicidad duraría toda la vida, que nada podría ser capaz de enturbiar aquella situación. La primavera se acercaba y el tiempo de poder compartir su amor fuera de la cabaña, de realizar nuevas actividades juntos, de pasear entre los árboles del bosque y escuchar el sonido de los ríos que recorrerían alegres sus lechos con las frías aguas del deshielo.
Por fin dieron su primer paseo cogidos de la mano a la luz de la primera luna primaveral. No dijeron nada, sólo disfrutaban del momento. Él miraba la luna y luego la cara de ella y comparaba el brillo de ambas. Una sensación de plenitud le embargaba el espíritu. Llegó el momento de dirigirse a la cabaña y una vez en el umbral él se colocó frente a ella y la besó en los labios. Ella sonrió, le pasó una mano por los cabellos mientras él respiraba su fragancia cerrando los ojos, se dio la vuelta y se alejó. Cuando él volvió a abrir los ojos ella ya estaba en mitad del claro y la oscuridad comenzaba a rodearla. Gritó desesperado para que volviera y ante su falta de reacción inició la carrera tras ella. Ella se internó en el bosque y él por más esfuerzo que hacía no era capaz de acercarse a ella. Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos, esquivaba los árboles que aparecían de la nada y ella seguía alejándose.
Siguió corriendo desesperado, sin descanso, y cuando ya pensaba que la había perdido el sol apareció para desvelarle el lugar por el que ella deambulaba. “Espera”, gritaba angustiado. “No te vayas, no me dejes”, sollozaba. Y la persecución continuaba.
El bosque comenzó a ralear y allí, fuera de sus límites, estaba ella, quieta, de espaldas a él, la vista hacia arriba, los pies al borde de un alto acantilado que era desgastado por un mar que, aunque viejo, no se cansa nunca de golpear la costa.
El tiempo se detuvo.
Él extendió su mano hacia ella, su cara acongojada. Ella se dio la vuelta, sus ojos estaban enrojecidos sin embargo sus lágrimas ya se habían secado. Se miraron a los ojos por largo espacio. Él se acercó, la mano aún extendida. Ella se llevó una mano a los labios y le lanzó un beso. Él se acercó más, su mano rozaba su vientre. Ella dio un paso atrás y desapareció para siempre. Él se quedó mirando al horizonte con la mano extendida, con la sensación del último tacto de ella que no por breve se le habría de olvidar nunca.
FIN
Epílogo: Se dio la vuelta y se dirigió hacia su cabaña sin saber qué rumbo coger. No sabía si sería capaz de encontrar de nuevo el claro donde se encontraba su hogar. Sólo quería alejarse de aquel precipicio, de aquel lugar que había significado el final de su sueño, de su amor, de su nueva vida, y comenzó a andar.
Cuando llegó al claro del bosque, cansado, abatido, vacío por dentro, con la sensación de que algo le faltaba, vio que la cabaña era una ruina. Estaba destrozada. Y al acercarse se quedó estupefacto al comprobar cómo el polvo cubría todos los enseres, como si hubiesen pasado años. Miró a su alrededor y, por último, levantó la vista hacia el sol y se dijo que hoy sería el primer día de su nueva vida.
F-F
3 Comments:
Creo que el Indy 4 te ha sentado mal.
una vez más, a más de uno les has dejado sin habla.
MUY potente, sí señor.
Mi admiración por usted sigue creciendo a pasos agigantados. Eres un artista.
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