Capítulo 2
Para E que está en G.
Ayer volví a verla. Sabía que iba a ocurrir e intenté que la mayor parte de, si no todas, las cartas estuviesen a mi favor. Sopesé todos los escenarios posibles que mi mente imaginó y la resolución fue que yo tomase la iniciativa. Mi decisión: acercarme valientemente a ella, pedirle que me diese un abrazo y ante su más que posible aceptación decirle al oído que la echaba de menos. Después la daría dos besos y la miraría a los ojos.
Pero como siempre que se prepara algo, de 1000 opciones que se tienen en cuenta al final la que ocurre es la 1001. Y así fue. Entré en la habitación y ella estaba agachada colocando sus cosas, la saludé y antes de poder ejecutar el programa previsto me dijo: “Me das un beso, ¿no?”. Me derretí como un helado al sol en pleno mes de julio. Ella esperaba los dos besos agachada pero yo la intenté abrazar. “Espera” - dijo. Se levantó, nos abrazamos y nos dimos dos besos. Me quedé un rato abrazado pero no dije nada. Después todo volvió a la normalidad lo que significa conexión, sonrisas, miradas, estar a gusto, contacto, familiaridad, complicidad, entendimiento,… La necesitaba. Es la tierra que me falta, mi apoyo, mi seguridad. Por eso, después, a la hora del té la busqué desesperadamente y las ganas de recostar mi cabeza sobre su regazo las compensé tumbándome a su lado. Mi contacto fue tímido y como sin querer. Ella lo notó, estoy seguro, y tras una caricia en mi frente apoyó su mano en mi pecho y la agarré con fuerza, con miedo a que se soltara. No se soltó. Hoy no rehuyó el contacto ni la mirada como la semana anterior, cuya expresión decía que había estado llorando toda la noche, o todo el día, o toda la semana. No lo sé. No pregunté. Tampoco me lo dijo. Me hubiese gustado saber si fue por mí.
Tras la clase estuvimos en el bar. No estuvimos solos, gracias a dios, porque esos encuentros se vuelven muy superficiales e incómodos como si no tuviésemos nada que decirnos.
Nada que decirnos. Curioso, ¿verdad?
Pero estaban nuestras amigas comunes y la charla fue muy amena. Ella y yo hablamos distendidamente y le prometí una postal. Ella asintió queriendo que se la mandase. Lo haré, E. Tuvo que marcharse antes de tiempo porque esa tarde partía un avión hacia su casa.
Lo que no tuve el valor de decirle a la cara, otra vez, se lo escribí en un mensaje al móvil: “Buen viaje, querida. Gracias por haber estado hoy AHÍ en clase. Lo necesitaba. Te echo de menos. Besos”. Y su respuesta: “Hola. Gracias. Yo igual. El hecho de no estar enamorada no significa que no te quiera. Cuídate mucho y disfruta de las “minivacas”, que nos hacen falta. Besos”.
¿Cuántas veces tiene que repetir una mujer que no está enamorada para que un hombre deje de quererla?
¿Por qué damos a un gesto más valor que a una palabra?
¿Se puede enamorar a una mujer que dice que nunca lo estuvo?
¿Resignarse o luchar?
¿Merece la pena?
Comienza la Reconquista. De momento, me conformo con Granada.
Te quiero, E.
F-F